.

Ya no le quedaban fuerzas para continuar respirando, aun así se rehusaba a utilizar el aparato de ventilación mecánica. En realidad no era que se rehusaba, dado que nunca tuvo voluntad. No podía pensar. Lo único que mi niño podía hacer era respirar. Pero nos conocíamos tanto que sus ojitos de pepita de olivo se negaban. Su cuerpo se movía esquivando el respirador.
Mi niño era anacefálico. Lo supe desde antes de que naciese, cuando todavía nadaba dentro de mí. Muchos se preguntaban por qué no lo maté. ¿De qué servía correr el riesgo del parto por alguien que con viento a favor viviría un par de horas, si es que no, minutos? Cuando mi hijo sobrevivió horas, días, e incluso años, la gente seguía preguntándose por qué no lo maté. Significaba un gasto, cansancio, abandonar mi vida y todo cuanto había logrado: matrimonio, trabajo, entorno social.
Mi niño no podía mirarme, ni sonreír, ni tener ningún tipo de contacto conmigo; pero cuando lo miraba por horas, y sus ojos coincidían con los míos, las mariposas afloraban en mi vientre y me sentía completamente agradecida de haber guardado a mi niño en mi vientre. A veces coincidíamos y sonreía. Para el doctor una respuesta involuntaria, para mí el motivo para continuar viviendo. Cada movimiento era una respuesta orgánica. Mi niño no tenía lóbulos cerebrales no podía pensar pero, ¿quién podía decirme que no podía sentir?
Mi niño se apagó después de acompañarme 7 años. Se apagó de a poco, como una vela que se gasta. La gente aún se pregunta, porque no hice nada para adelantar su partida, tan sólo bastaba dejar de alimentarlo, no cuidarlo durante una de sus frecuentes enfermedades, ahogarlo con una almohada.
Mi niño se apagó cuando quiso apagarse. Para muchos su vida fue en vano, para mí el sentimiento genuino de la maternidad y con su muerte para algunos desconocidos una vuelta a la vida. ¿porqué una vuelta a la vida? Cuando mi niño se apagaba, aquella tarde lluviosa en la clínica, su médico y yo lo sabíamos. No era una enfermedad respiratoria más. Estaba cansado. Se quería ir. Doné los órganos. Todos. Muchos dicen para que los doné y comentan a mis espaldas: ¿quién sabe adónde fueron a parar? Tal vez sirvieron para devolver la vida a un ladrón, a un violador, a un corrupto. Una vez alguien tuvo el valor de referirme esto: tal vez hiciste que recobre la salud un asesino que saldrá nuevamente a la calle a quitar la vida a alguna persona. Me quede callada y reflexioné: mi niño estuvo conmigo 7 años. Para todo el mundo su existencia no tenía sentido. Pero esa vida para muchos sin sentido tuvo una muerte con sentido. ¿Quién soy yo para no dar a alguien una segunda oportunidad? ¿Quién soy yo para disponer justicia o no? ¿Acaso Dios, cuando envió a Jesús a esa horrorosa y dolorosa muerte de cruz se preocupó si los que recibirían salvación eran ladrones, prostitutas o piadosos?
Dios en su inmensa misericordia tomó a su hijo. Su único y lo entregó completo por nuestra maldad. Lo dio a buenos y malos. Para muchos la vida de Jesús no tuvo más sentido que unos cuantos milagros pero su muerte, esa muerte de cruz fue la que cambió todo. Dios donó la vida de Jesús para traernos de nuevo a la vida. Nos amó por encima de nuestros pecados, prefirió sufrir su pérdida para que nosotros tengamos ganancia. Nos dio la oportunidad de reivindicar. No la desaprovechemos. Reivindiquemos.
Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.
Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno.